Conocí los valores de Daniel Barenboim ya desde su
adolescencia y festejé que tras un amplio período de ausencia (provocado por
haber decidido no presentarse cuando lo convocaron para el servicio militar y
en consecuencia ser considerado desertor; tras largas gestiones se lo disculpó)
volviera convocado por el Mozarteum al frente de la Orquesta de París en 1980.
De allí en más volvió como pianista o como director para esa institución en
1989, 1995 (con la Staatskapelle de Berlín, de la que es director vitalicio),
2.000 (con la Sinfónica de Chicago, habiendo sucedido a Solti), 2002 (ciclo
completo de las sonatas de Beethoven compartido entre el Mozarteum y el Colón),
2004, 2005 (primera visita de la Orquesta West-Eastern Divan), 2008 (con la
Staatskapelle y fuera del Colón, en restauración) y 2010. Todo esto antes de
sus Festivales.
Por
otro lado, escuché a Martha Argerich a partir de 1965; hasta 1970 la pude
apreciar en nueve conciertos en Buenos Aires y uno en Praga, donde luego
compartí un souper con ella, Dutoit (entonces su marido) y Antonio Pini, gran
amigo con quien luego trabajé en 1973 cuando fue nombrado Director Artístico
del Colón (fue echado en Agosto por Jacovella, Krieger y Zubillaga). 1965 fue
el primer año de mi revista y le hice una entrevista; tanto en esa como en el
souper la encontré espontánea, simpática, bella y ajena a todo divismo.
Vinieron luego años en los que no quiso volver debido a la dictadura, pero
eventualmente le pasó lo mismo que a Barenboim; los recuerdos de infancia y de
juventud hicieron que ella, cuya popularidad mundial era inmensa, quisiera
acercarse a sus raíces, e influida por su amigo el pianista Hubert, surgió la
idea de hacer en Buenos Aires Festivales Argerich semejantes a los que había
armado en otros lados. Martha, personalidad gregaria con una multitud de amigos
músicos, y única entre los grandes pianistas, para entonces tocando sólo cámara
o con orquesta, presentó su primer Festival en 1999 incluyendo un Concurso
Internacional (donde integré el jurado de selección, convocado por su gran
amiga María Rosa Oubiña de Castro). Siguieron los Festivales hasta 2005, cuando
fue ignominiosamente echada por la Orquesta Filarmónica; naturalmente esto
provocó un hiato en su presencia en nuestra ciudad. Pero años después, tras una
transición donde actuó en Rosario invitada por músicos amigos, supo García
Caffi del acercamiento entre ella y Barenboim y se logró convencerla que
retornara, y así los Festivales Barenboim la tuvieron como muy especial gran
figura en varios años recientes, con enorme repercusión.
foto: Arnaldo Colombaroli
Curiosamente, el amplio programa de mano incluye biografías de ella, de
Barenboim y de la WEDO (West-Eastern Divan Orchestra), pero no hace referencia
a los festivales Barenboim. La primera condición de un crítico es no cegarse, y
debo decir que la gigantesca carrera de este artista excepcional no implica que
sus decisiones sean siempre correctas, y hubo a veces altibajos. Como hice
notar en el Herald, no quedé contento con el Festival del año pasado, donde
sólo tres de los seis conciertos me parecieron a la altura, sobre todo teniendo
en cuenta su alto costo. Este año son cuatro los conciertos del festival, y
están mucho más equilibrados. Claro está que Barenboim sigue siendo un
“workaholic” (obsesionado por el trabajo intenso), y con repeticiones en
funciones no de abono sino extraordinarias, más dos para el Mozarteum (que
siempre lo contrató paralelamente a los festivales, y que el Colón no se digna
mencionarlo en su gacetilla semanal pese a que los conciertos se hacen allí),
más la mala idea de un concierto al aire libre en la Plaza Vaticano, gratis
(que se hubiera podido frustrar por mal tiempo y al que no fui), Barenboim
participó en nueve conciertos en diez días (y Argerich en cinco, en cinco
días). No hubo esta vez charlas de reflexión con Felipe González (curioso
addendum en un festival musical). Y mi
mujer, enclaustrada en nuestro departamento por un problema de salud, sufrió
los problemas del streaming: dos anunciados pero no emitidos, y uno donde toda
la primera parte tuvo el sonido desfasado: si tan mal dominan el tema, mejor no
hacerlo.
Barenboim ofreció una conferencia de prensa el lunes anterior al sábado
en el que empezó el festival, en el Salón Blanco del Colón. Estuve allí y sólo
quiero mencionar algunas cosas. Por supuesto, se desarrolló con la inteligencia
de un músico pensante y abarcador. Ante todo, algunas noticias importantes:
a) En el
Festival del año próximo no vendrán ni Argerich ni la WEDO. En cambio, la
Orquesta de la Staatsoper Berlin retornará y será orquesta de foso en “Tristán
e Isolda” de Wagner (no sólo para el festival sino también para la temporada
lírica), pero además dará conciertos.
b) Para
2019 volverá Argerich para festejar los 70 años de su primer concierto en el
Colón. Y para 2020, cuando Barenboim tenga 78 años, hará lo propio con su
primer concierto en el Colón.
Y unas frases interesantes: Martha parece sólo
intuitiva pero no lo es; Nadia Boulanger decía: hay que llenar la estructura
con emoción y viceversa; refiriéndose al Festival: yo me ocupo del por
supuesto, Diemecke del presupuesto…; ante una pregunta de Varacalli, defiende
la gran calidad de las sinfonías de Elgar; para él el mejor beethoveniano fue
Arrau; no hay un sentimiento europeo ahora, no hay cultura común ni suficiente
educación; siempre se habla de los derechos humanos;¿y las responsabilidades?;
la nueva sala redonda de Berlín logra una gran unidad comunitaria.
En
este artículo me referiré a los dos primeros conciertos del Festival (los
cuatro sería demasiado largo).
PRIMER
CONCIERTO
El
año próximo se conmemora el centenario del fallecimiento de Debussy, pero como
no vendrá Argerich, decidieron hacerle un homenaje anticipado con un programa
todo Debussy, con obras originales para dos pianos y piano a cuatro manos pero
también con transcripciones de obras orquestales del creador francés y una
curiosidad, la que hizo de la obertura “El Holandés errante” de Wagner. El
resultado me resultó variable, ya que esta última es un trabajo mediocre de
transcripción; un tipo de tarea que Liszt hacía mucho mejor. Y además distó de
ser perfecta la ejecución (sí, hasta con los grandes pasa).
Creo
que ambos tocaron en pianos Barenboim, de los cuales no estoy del todo
convencido, sobre todo en graves (me suenan borrosos) y agudos (demasiado
faltos de cuerpo), aunque en las octavas centrales los timbres me resultan
mucho más gratos, sobre todo cuando se requiere transparencia. El dato no está
en el programa pero no me sonaron a los pianos habituales.
Pero
con los refinados y tardíos Seis Epígrafes Antiguos (cuatro manos) volvió la
magia de estos intérpretes excepcionales, tocando con una sutileza y un buen
gusto que valorizaron cada fragmento al máximo. Y fueron extraordinarios en la
obra para dos pianos “En blanco y negro”, también de 1915, la época de los Doce
estudios y de un estilo más seco, menos impresionista, impactado por la guerra;
esta música a veces áspera y muy virtuosística tuvo una versión ideal.
La
breve y raramente ejecutada “Lindaraja” (1901) inició la Segunda Parte;
dominada por un motivo exótico, con ostinatos y ritmos hispánicos, fue
cabalmente ejecutada. Luego, y aunque la transcripción es fina y elegante,
extrañé el sonido de la flauta durante el “Preludio a la siesta de un fauno”,
por más que la melodía fuera moldeada admirablemente por Barenboim y Argerich
diera el máximo color a los acompañamientos. Y finalmente, el fantástico mundo
de “La Mer”, nuevamente en una notable transcripción muy difícil e
intrincada, para dos pianos, pero yo
escuchaba en mi mente la miríada de colores de la orquesta. Los pianistas lograron una notable versión.
Lamenté que haya tres transcripciones, ya que se hubieran podido
escuchar de Debussy la muy temprana
Sinfonía para dos pianos en un movimiento, o la Balada para piano a
cuatro manos, y también a cuatro manos, la Pequeña Suite. O la Marcha Escocesa
para cuatro manos, que luego orquestó.
La
inesperada yapa fue el Bailecito de Guastavino, tocado con nostalgia y
refinamiento por estos dos veteranos y talentosos argentinos. En todo el
programa, ella intuitiva e imaginativa, de impresionante naturalidad y
facilidad, él siempre estructurado y claro; pero estos temperamentos diferentes
saben amalgamarse, más allá de algún detalle no del todo exacto.
SEGUNDO CONCIERTO
Fue
valioso el concierto de la WEDO, pero no por Argerich sino por las dúctiles y
sensitivas versiones de dos espléndidas obras de Ravel y por lograr resolver satisfactoriamente las
tremendas vallas de las Tres Piezas de Berg.
No está de más recordar que la WEDO no es una orquesta estable, sino que
se reúne anualmente durante el verano europeo para ensayar desde su sede
andaluza y luego dar conciertos en distintos lugares. Sigue formada por
artistas israelíes y palestinos, más algunos otros de países árabes y cierta
cantidad de españoles, y siendo una orquesta que pone el acento en artistas
jóvenes, renueva parcialmente sus filas cada año. Muchos de ellos forman parte de otras orquestas durante el
resto del año. Y bajo la égida firme pero
afectuosa de Barenboim logran un espíritu de compañerismo que aleja las diferencias
de la política. Son un símbolo de la convivencia y de la paz pero también han
logrado una calidad que los lleva al Festival de Salzburgo.
En
“Le Tombeau de Couperin” el sentido de la palabra “tombeau” no es “tumba” sino
“homenaje”, ya que así se usaba el término en el siglo XVIII. El original de la
obra raveliana es para piano y consta de seis fragmentos, pero la orquestación
conservó sólo cuatro, de una exquisita factura y poder de evocación. Una orquesta
liviana y transparente manejada con mano sutil por Barenboim y con solos de una
belleza poco común en manos del oboísta. Y aquí una queja: como en otros años,
no hay nómina de la orquesta, de modo que uno aplaude a anónimos cuando el director los invita a
pararse para recibir el aplauso del público. Dan (no oficialmente) un motivo de
seguridad (quizá ligado a presuntas represalias contra sus familias si no están
de acuerdo ciertos grupos acérrimos con las ideas pacíficas de Barenboim) pero
también podría ocurrir que el público esté en riesgo, ya que ir a verlos es un
tácito sí a ese ideal. Y bien, el mundo de hoy es peligroso, pero anonimizar a
artistas no me parece justo hacia sus carreras. Sobre todo cuando, como ocurrió
el año pasado, hubo ese concierto de música árabe que identificaba a todos los
que tocaban: ¿seguridad para algunos pero no para otros?
Hace
diez años Argerich tocó el Concierto Nº1 de Shostakovich en su último Festival,
que se hizo en el Gran Rex, y estuve en desacuerdo con su interpretación; ella
no cambió y yo tampoco. Conozco muy bien ese concierto y tengo tres
grabaciones: todas respetan los tempi marcados por el autor, pero no Argerich,
que convierte al Allegro moderato en un Allegro Molto en dos cruciales puntos
de la obra y causa aprietos en la orquesta de cuerdas y en el trompeta solista
que la acompaña en ciertos momentos. Es increíble que a sus 76 años pueda tocar
con tan asombrosa soltura y exactitud a
esas velocidades vertiginosas, pero cambia el sentido de la obra; además, como
es capaz de producir un volumen no menos asombroso, relegó a las cuerdas, que
incluso con un director como Barenboim sonaron como un lejano y endeble
acompañamiento. Quien merece un aplauso especial es el trompetista Bassam
Massud, que tocó admirablemente, afinado y a ritmo; no fue identificado en el
programa pero el colega Pablo Gianera obtuvo el dato y lo publicó en La Nación.
Se
sabe de la reticencia de Argerich a tocar sola, de modo que Barenboim se unió
en la pieza extra (mal llamada aquí bis) para ejecutar a cuatro manos el
fragmento final de la obra que iniciaría la Segunda Parte, la Suite de “Ma Mère
l´Oye”, “Le jardin féérique” (“El jardín feérico”), interpretado con luminosa
claridad por los pianistas.
La
Segunda Parte nos regaló la referida Suite en sus cinco fragmentos, detallados
con refinamiento e impecable gusto por un director que no en vano fue el
titular de la Orquesta de París durante muchos años, que sabe llegar al fortissimo sin violencia y
dar matices instrumentales impresionistas. Y su orquesta, que nada tiene de
francesa, lo pareció.
Pero
lo importante no sólo de este concierto sino del Festival fue la segunda
ejecución en Buenos Aires de una esencial obra de la Segunda Escuela de Viena:
las Tres piezas op.6 de Alban Berg, sólo ejecutadas hará unas cuatro décadas
(no tengo el dato exacto) en un fabuloso concierto de la Orquesta de Cleveland
dirigida por Lorin Maazel para el Mozarteum en el Colón que además incluyó otro
estreno local, nada menos que “Three places in New England” de Charles
Ives. Sólo Alejo Pérez dirigiendo a la
Orquesta del Teatro Argentino en La Plata se les animó: ni la Sinfónica
Nacional ni la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires las tocaron. Dí este dato a
Barenboim en la conferencia de prensa con Diemecke presente.
Berg las escribió entre 1913 y 1915, y retocó la orquestación en 1923 y
1930. Si bien sólo conozco la versión definitiva, no me cabe duda de sus
tremendas innovaciones y apabullante dificultad. Hay en ellas un evidente
homenaje a las Cinco piezas de su maestro Schönberg y a los famosos martillazos
del último movimiento de la Sexta de Mahler, pero mucho más es sólo de Berg, en
una partitura densísima y fuertemente expresionista. El Präludium nace y muere
en el mero ruido pero en sus cinco minutos hay una superposición de timbres y
de instrumentos y se necesita coordinar temas, motivos y ritmos. Sigue “Reigen”
(“Rondas”, seis minutos), muy variado en sus texturas y que incluye un vals “a
la Berg”. Y finaliza con “Marsch”, casi diez minutos, la más ardua marcha que
yo conozca, como la describe Boulez “una casi demente intoxicación del gesto
dramático” que llega a un climax de extremo poder. Sólo una orquesta de calidad
preparada por un experto convencido puede hacerle justicia a una obra de tanta
complejidad e impacto emocional que parece escrita ayer, y ello tras muy
intensos ensayos. Y eso es lo que supieron plasmar Barenboim y la WEDO.
Mientras la escuchaba me surgían imágenes de Edvard Munch o de Egon Schiele,
pintores de la angustia existencial. Por supuesto, tras esta música no cabe
tocar nada más.
Pablo Bardin