Fui por vez primera a Viena en 1961, cuando tenía 22 años. La ciudad había sido liberada apenas unos años antes. Me acordé entonces de la famosa canción de Sieczynski, “Viena, Viena, sólo tú eres la ciudad de mis sueños”, y aunque he estado enamorado de París, Londres y Florencia desde niño, incorporé Viena a mi breve lista de ciudades indispensables. Parte de su impacto, por supuesto, se debió entonces a su vida musical, y en particular la brillantez de la Ópera del Estado (Staatsoper) en la era Karajan, con artistas fantásticos formando parte del elenco estable; una edad de oro. Aunque ya Karajan no estaba, obtuve enorme placer de sucesivas visitas en 1964, 1967, 1969 y 1972. A partir de esta última visita, estuve deseando retornar. Finalmente ocurrió en Octubre del año pasado. La ciudad me pareció deslumbrante, y nuevamente me maravillé ante la riqueza artística del Museo de Bellas Artes, el Belvedere Superior, la Catedral de San Esteban, el Hofburg y Schönbrunn. Sólo tuve tres noches, y decidí ver “Lohengrin” y “Eugen Onegin” en la Staatsoper, y un concierto de la Sinfónica de Viena. En el último artículo de esta serie escribiré sobre éste y otros tres conciertos que pude escuchar en Europa. Lamentablemente las óperas que vi me entristecieron. Si son representativas de los estándares actuales, ya no existe la Staatsoper que yo casi adoré.
Naturalmente la cosecha de cantantes de hoy en día no es lo que fue hace 40 años, pero el lado vocal fue razonablemente bueno. La Orquesta (la Filarmónica de Viena como Orquesta de la Staatsoper) sigue siendo admirable. Y los directores de orquesta fueron de primer orden (Leif Segerstam y el Generalmusikdirektor –Director General Musical- Seiji Ozawa). El bello edificio, reconstruído después de la guerra (fue bombardeado en 1944), aún luce muy bien (es mucho más chico que el Colón pero su acústica también resulta muy buena y además el teatro comunica un sentimiento de Viejo Mundo).
PERO. Una vez colocado en mi localidad de platea, levanté mi vista para abarcar todo el panorama, reconociendo con placer esos lugares queridos, hasta que llegué al telón de boca, y la mandíbula me cayó casi hasta el suelo: una ridícula escena de playa de gusto deplorable sacudió mis sentidos; es el telón que usan este año como resultado de un concurso, y fue un signo ominoso de lo que luego ocurriría. El “Lohengrin” de Wagner cuenta una historia medieval que concierne a un caballero del Santo Grial, hijo de Parsifal, que viene a rescatar a Elsa de Brabante en su pugna contra Telramund y su mujer Ortrud por derechos territoriales. La obra es una visión romántica de batallas terrenales y espirituales ubicadas en una época lejana, y sólo puede convencer si los detalles de la acción son tomados seriamente. La maravillosa música nos da en distintos momentos la alta espiritualidad del Monsalvat, el choque de sentimientos turbulentos, el amor idealizado de la pareja cristiana, la salvaje evocación pagana, la pompa de la corte, y hasta la famosa Marcha Nupcial. Está llena de sutil melodía y de sonoridades iridiscentes, pero también tiene el contrastante tono sombrío de la derrota.
El puestista australiano Barrie Kosky obviamente no cree en la historia, y opta por la parodia; ¿cómo entender sino una procesión nupcial encabezada por gente emplumada de blanco y con cabezas de pajarracos? La Staatsoper está tan orgullosa de esta “trouvaille” que ilustra el boleto de entrada... También hay cosas Dadá: un modelo de camión de unos 30 cm. está plantado en la escena desde el principio hasta el final. Por supuesto, nada de ambiente medieval, ropa contemporánea, y el Rey se identifica porque lleva un clavel en el ojal. La Escena Nupcial ocurre fuera de escena, el largo dúo de Lohengrin y Elsa es muy aburrido, ya que los dos cantan rígidamente colocados en sillas muy simples mirando al público; y Kosky convierte a Elsa en una ciega! A título informativo, el escenógrafo fue Klaus Grünberg y el vestuarista, Alfred Mayerhofer. Un desastre.
Sin embargo, algunos cantantes y la orquesta compensaron parcialmente. La pareja en la vida real integrada por Peter Seiffert y Petra Maria Schnitzer nos dio Wagner auténtico, con muy buenas voces y dominio de las partes. Los “villanos” fueron admirablemente intensos: Wolfgang Koch como un angustiado Telramund fue complementado por la impresionante Ortrud de Petra Lang. Encontré a Ain Anger poco matizado como el Rey alemán Enrique el Pajarero, y Markus Eiche cantó con solidez el Heraldo. Muy buen canto coral bajo la dirección de Thomas Lang (el Coro canta mucho en esta ópera). Y el director finés Leif Segerstam, de aspecto venerable, amplio, con una fluyente larga barba gris, ciertamente tiene la medida justa de la difícil partitura y nos dio la necesaria espiritualidad y gran brío cuando correspondía.
Curiosamente, había visto las mismas dos óperas en anteriores temporadas vienesas, espléndidas representaciones con grandes cantantes (baste mencionar a King y Varnay en “Lohengrin” y Fischer-Dieskau en “Onegin”), y con muy adecuadas puestas. “Eugen Onegin” de Tchaikovsky es un cuento romántico sensitivo de amor y celos, basado sobre el poema en prosa de Pushkin; su transposición al tardío siglo XIX en la ópera de Tchaikovsky no cambia los aspectos básicos de las relaciones desatadamente sentimentales de los protagonistas: eran entonces muy lógicas. Pero el régisseur Falk Richter nos dio todo el tiempo hielo y nieve (escenografía, Katrin Hoffmann; vestuario, Martin Kraemer), movimientos escénicos ilógicos, completa ausencia de sentimiento romántico, nada de danza en la Polonesa y contorsiones de discoteca moderna en el Vals. Francamente horrible.
Cantantes aceptables, no más que eso: Olga Guryakova (Tatiana), Dalibor Jenis (Onegin), Marius Brenciu (Lenski), Ain Anger (Gremin), Elisabeth Kulman (Olga). El único punto de calidad superior estuvo en el foso, con un Ozawa septuagenario en plena forma, y una orquesta produciendo sonidos bellos y sensuales.